La grande bellezza (2013) es una película genial pero tiene algún defecto. Le perdonamos la visión mística de la monja esquelética porque está retratando a Roma. Ahora bien: la idealización del primer amor es demasiado tópica. Puestos a idealizar me quedo con el amor efímero de Julio Rojas que Matías Bize y Julio Medem han llevado a la pantalla.
Al igual que los libros y las personas, las películas también están encadenadas y forman parte de familias. En la cama (2005) de Bize y Habitación en Roma (2010) de Medem provienen de El último tango en Paris (1972) de Bertolucci. Las tres son muy sensuales y tan románticas como anti-trovadorescas. El amor cortés medieval era un cortejo muy lento, a menudo no consumado, que se iniciaba con un amor platónico. Esta lejanía geográfica y jerárquica del amor de lonh iba disminuyendo gradualmente según un ritual fijo, gracias a los insistentes requerimientos del pretendiente. A veces, se pasaba de la divinización de la midons al contacto físico; con todo y con eso, en la mayoría de las ocasiones, solo se tocaban las manos y se daban algun beso recatado.
Las relaciones amorosas de las obras de Bertolucci, Bize y Medem se construyen al revés. Comienzan con la unión física y avanzan hacia una unión espiritual. Primero se unen los cuerpos y después las almas. Ninguno de los tres directores plantea que siempre ocurra así. Al contrario, lo normal es que el sexo entre desconocidos no comporte nada. “Loving strangers” musita la canción de Russian Red. Lo extraordinario es que una pareja se compenetre tanto en tan poco tiempo conociéndose tan poco. Las tres películas versan sobre este milagro de fusión tan rápido y tan profundo que se salta etapas. La felicidad de este prodigio va acompañada del dolor de la separación. Si tan mágico ha sido el encuentro, ¿por qué no prolongarlo? ¿ Cuál es el impedimento que hace imposibles esos amores? No hay padres enemistados, ni diferencias de clase, ni de edad. El problema es una tercera persona que hace incompatible las dos relaciones. No es un marido cualquiera. No estamos en Boccaccio ni ante el arquetipo de la malmaridada. Son dos amores irreconciliables. Ellas están a punto de casarse pero, inesperadamente, estando enamoradas, se vuelven a enamorar. A ellos les ocurre lo mismo. Su problema es la falta de tiempo y de espacio para vivir ese otro mundo posible que intuyen pero que no pueden desarrollar. Podemos hacer una lectura más crítica y considerar que apuestan por la seguridad del matrimonio en lugar de hacerlo por lo desconocido. Este miedo es clarísimo al final de El último tango cuando ella lo mata. Y lo es en Habitación en Roma donde el lesbianismo inesperado abre una dimensión incómoda y secreta.
Medem recibió malas críticas. Se le acusó de repetir el film de Bize y de ser demasiado amanerado. A mí, las dos versiones de la historia de Julio Rojas me gustan. La de Bize aparentemente es más sencilla, el diálogo parece normal, el lugar, ellos, el título, y, sin embargo, que anormal y romántica es su profunda e instantánea unión. Y que completa es la trama. La película es una minivida. Si el Ulysses de Joyce recorre la existencia de unos hombres en un día, En la cama lo hace en una hora y media. La pareja no sólo hace bien el amor: ríen, discuten, sienten celos, sueñan, bailan, escuchan música, se cuentan historias, traumas infantiles y secretos que no sabe nadie. Además, reflexionan sobre la sociedad, Dios, el amor, la muerte, el azar y, a falta de comida, fuman. Hay metaficción («Si pudieras hacer una peli, ¿de qué trataría?”), metaexistència y metamor ( «¿Me vas a llamar?» «¿Qué crees?» «Que no»). El metamor camina por la cuerda floja. Afirmando por el contrario, como una lítote. Cuando Daniela concluye: «No somos nada, no fuimos nada y no seremos nada», niega lo que ya son. Son mucho y lo recordarán siempre. Incluso puede nacer un hijo de ambos.
Que el escenario sea sólo una habitación subraya que el exterior no existe. Aunque hablen teóricamente, viven su amor aislados, tal como debe ser. Un paraíso cerrado que remite a otras fantasías. «Si tocaba el suelo, se acababa el mundo», dice Bruno recordando un juego infantil. En la cama es una metonimia existencialista de la vida, de sus maravillosas sorpresas y de los paréntesis de relax que crean los amigos, el amor y la ficción. Una vez terminados, qué visión más triste donde los humanos se gustan, hacen cosas, se entienden y desaparecen para siempre.
La versión de Medem también lamenta este existencialismo efímero y nihilista que no deja constancia de lo que hemos sido. Dado el guión común de Rojas, hay mucha complicidad con la película de Bize. La canción «Herida» aquí se materializa, y también hay historias dentro historias y traumas, pero menos aislamiento. Medem filma la calle con un excelente picado desde la barandilla donde cayó Brando, abre los balcones, y deja entrar al camarero y, a través del título, a la bella Roma. Este oxígeno hace más alegre una historia que Medem expresa con su estilo. Artístico, para algunos, demasiado esteticista, para otros. Bize transmite una atmósfera cálida con la pared y los tréboles rojos (de suerte y de triángulo) y el efecto bokeh de enfocar sólo y únicamente a la pareja. El resto, fuera de ellos, se desdibuja. Medem alterna tres espacios: el cuarto oscuro y pictórico, el aire festivo del balcón y la blancura suave pero mortal del baño de las escenas finales. La bañera de sangre de la enamorada herida por la flecha de Cupido puede parecer un exceso si no te gusta la fotografía o no estás muy enamorado. Si lo estás, tiene gracia. A la vez que te rompe el corazón porque se han de separar y no pueden. Por eso mueren y lloran. Finalmente, deciden sentirse afortunadas por el milagro que han disfrutado y decirlo en voz alta, aunque sea simbólicamente. En lugar de la rabia anárquica de Lars von Trier elevando el sexo contra el mundo, Medem iza una bandera con una sábana. La extravagancia no es tan antisocial como el anatema de Nymphomaniac contra los psicólogos y los políticamente correctos, pero es igualmente individual. Y más trovadoresca. El amor no conoce fronteras. Es una bandera de paz. Un pañuelo, una prenda, en lo alto de una lanza que llora y ondea.