Lo primero que sorprende es que los actores no hablan con acento argentino. Lo último, que no ha sido una obra tan moderna como te esperabas. Y que no has reído. Vamos al teatro, a una cita, con prejuicios, preveyendo lo que puede ocurrir. La frustración de expectativas suele ser buena. La realidad, el otro, es capaz de sorprenderte y salirse del guión que le habías escrito mentalmente. Tolcachir ha vuelto a hacerlo, porque Emilia es muy diferente de El tercer cuerpo y de La omisión de la familia Coleman. Aunque continua habiendo las tensiones de un grupo cerrado, se acabó la comedia y el humor ácido. Emilia es una tragedia in crescendo a la manera griega. Es una obra clásica, sí. Y eso en teatro, y más en Tolcachir, sorprende. Es un gesto de osadía, como los pintores que vuelven al realismo después de la abstracción. No sé porque al teatro y a las artes plásticas les pedimos tanta originalidad. Mucho más que a una novela o la poesía. No diré que es un paso atrás porque yo misma en Al vértigo lo he hecho. Significa recuperar la cordura (aunque sea formal) en obras que temáticamente están carentes de ella. Tanto en el caso de Tolcachir como en el mío, la crispación y la locura es tan grande, que no hay que vestir de locos los personajes, ni que hablen como si lo fueran a la manera de Arrabal o Ionesco. No son extravagantes, sino simples ciudadanos que enloquecen o degeneran. A
Patricia Highsmith le gustaba averiguar cómo personas aparentemente normales podían volverse asesinos. Tolcachir nos plantea el mismo debate. Nos presenta a un marido atento, demasiado, que llega a matar. Emilia es la historia de un maltratador, no podemos decir de un asesino, porque mata, aparentemente, por accidente. Un homicidio sin premeditación que, sin embargo, era desgraciadamente previsible. La crispación, la tensión era tan grande, tan reprimida, tan alusiva a un pasado violento, que el ataque definitivo cuando ella quiere irse de casa acaba estallando. Tolcachir no criminaliza a priori el personaje del marido. Al revés, Walter es simpático, y está pendiente de todo; es el que tira del carro y soporta a una mujer rara y a un hijo inaguantable. Y cae tan bien porque lo vemos a través de su nodriza, Emilia, y ella lo quiere tanto… Nos brinda su tierna imagen infantil y apuesta a su favor. Tolcachir no nos dice: los maltratadores son demonios ni psicópatas terroríficos, sino que pueden ser buenos y campechanos como Alfonso Lara que no para de hablar ni de ganarse al público. Eso sí, tienen tres grandes defectos: son posesivos, dictadores y de carácter muy fuerte. No se puede querer ni reír a la fuerza. Ni controlar qué debe hacer cada uno, cuándo y cómo. Todo debe hacerse “a su manera”. El hijo (en un papel siempre difícil para un actor adulto, que aquí se soluciona bastante bien rebajando tonterías y aumentando histerismo) es el espejo de la tensión familiar. Su desconcierto, acelerado, nervioso, mimado y torpe es un reflejo del desconcierto general. La mujer es un alma en pena. Introvertida, perdida. La esposa callada que aguanta y no explica su drama, hasta que no puede más y huye. Malena Alterio lo interpreta muy bien, pero, si fuera el director, la hubiera hecho actuar más y con más exageración. Ya sé que es de lo que se trataba, pero es demasiado buena actriz para pasar desapercibida. Hacerla dar vueltas por los cojines como un espectro infantil no acaba de funcionar. El decorado del mobiliario volátil colgado del techo es estético y simbólico, pero el cuadrado donde se desarrolla la acción es poco interesante.
Muchos espectadores dudarán de la maldad del marido y no estarán de acuerdo en que lo califique de maltratador, a pesar de las escenas de violencia y de matar a su mujer. ¡La quería tanto!, me objetarán. Puestos a decir, él era un santo por aguantarla. La mata sin querer. Hay que tener cuidado con esta defensa. Eviten dejarse embaucar por la alegría de la nodriza al reencontrar a su niño de cuarenta años. No olviden estos espectadores que el marido permite que ella se inculpe del homicidio y que la encarcelen. Al fin y al cabo es una homeless, piensa el teóricamente buen marido, así que le está haciendo un favor porque en la cárcel le darán comida y una cama.
Del personaje del padre biológico no diré nada porque sobra. No por culpa del actor; sino porque la historia es lo suficientemente fuerte. No es necesario ningún triángulo.
En Emilia no encontramos los elementos del teatro del absurdo de las obras anteriores de Tolcachir como los monólogos que se solapan para subrayar la falta de comunicación, ni el non-sens, ni las repeticiones obsesivas, ni la polisemia de un espacio casi desnudo que sirve para múltiples funciones. La gran actriz que interpreta a la niñera (Gloria Muñoz) continúa marcando las fronteras del tiempo con sus cambios de tono y de gestualidad, tal como hacían los actores de las obras anteriores, pero las historias se superponen menos; en lugar de cruzarse y amontonarse, en Emilia se exponen con orden. Incluso el título es más plain. Sin juegos ingeniosos, el nombre de Emilia subraya que es, según el director, la protagonista. Un testigo del drama como él. Emilia no es el arquetipo de la criada astuta y chismosa, sino de la criada fiel. Hasta aquí parecería tradicional. No lo es tanto. Emilia, como la mayoría de criados literarios del siglo XX, supera a su señor. Es una criada demasiado buena para un mal amo.
Tolcachir vuelve a profundizar en la institución familiar, esta vez muy en serio. En los grupos cerrados, los conflictos se agudizan y retumban. Como ya sabían los griegos y los novelistas del XIX, empezando por Dostoievsky, los parientes dibujan el marco ideal de la tensión dramática. El dramaturgo argentino, en lugar de esforzarse por ser moderno, apuesta por la fórmula clásica y la renueva porque la concreta en un fenómeno contemporáneo: una mudanza. Como me di cuenta mientras escribía Una casa para componer, los traslados de piso subrayan la provisionalidad de la existencia o de los proyectos en común mal fundamentados. ¿Dónde están los vasos?, ¿Donde tenemos nuestras cosa?, se preguntan los personajes de Emilia, desorientados y desesperados.
Para entender que, en el teatro de Tolcachir, el texto y los actores lo son todo, es necesario haber estado en el local de Timbre 4 de Buenos Aires. El lugar es tan pequeño que los actores se comen al público y lo hacen temblar. Ahora bien: aunque la distancia sea de unos centímetros, los separan las paredes invisibles de la buena ficción. A pesar de la estrecha cercanía, no ves personas sino personajes. Esta es la esencia de Timbre 4, así como las oposiciones de tono entre los actores. No en vano, las mejores escenas de Emilia son las del contraste entre la alegría de la nodriza y el nerviosismo familiar mal disimulado. Es esplendoroso ver las obras de Tolcachir en una gran teatro, pero nos encantaría volver a verlas en Buenos Aires en el local diminuto, siempre lleno, donde fueron concebidas para una veintena de personas. Más intenso, imposible.