La Venus de las Pieles de Polanski da buen rollo. Nymphomaniac (2013 ) de Lars von Trier, no. De La grande bellezza, sales preocupado. Y de En la cama y Room in Rome, muy triste. Son películas recientes sobre sexo; todas excelentes. No es una casualidad de la cartelera: rara es la historia donde no lo hay. Sólo que, unas son mejores que otras. La de Polanski es la más literaria. Incluso más que la italiana, una re-recreación del Don Juan, con un viejo Casanova felliniano que baila disco con la jet para no escuchar memento mori. La de Lars von Trier es la más dura y antierótica. El sexo de la ninfómana es una condena. Charlotte Gaingsbourg folla sin parar, con cien, con mil, porque es su adicción. En la película de Lars von Trier, el sexo es un problema individual, mientras que, en la de Polanski, es un juego absorbente entre dos.
En la primera parte de Nymphomaniac (2013), encontramos el sexo joven e inconsciente. En la segunda, el dolor y la insatisfacción que produce de mayor. Qué terrible, la sala de espera tan triste del sádico. Duele más el silencio de las mujeres que si estuvieran gritando. Qué escalofriante es la iluminación clara de las escenas sadomasoquistas. Nos horroriza más que las torturas en un castillo gótico en penumbras que, a estas alturas, serían poco creíbles. En cambio, la sala nítida hace que la escena sea muy real. Demasiado.
El problema de la ninfómana no es su adicción sino su falta de placer y de sentimientos. No siente nada, he aquí la paradoja. Y, sin embargo, no lo puede dejar. Maticemos. No es una oposición (si no te gusta, déjalo); es una búsqueda desesperada. Ella quiere sentir. Es una carrera frenética y fracasada para experimentar el máximo placer. Pero sin amor, el reto es casi imposible.
El final es imprevisto y la deja sin esperanza: todos los hombres son iguales. No se puede ser su amiga, piensa, el sexo lo domina todo. A pesar de ser un final tan claro, dado su currículum, ni ella ni el público nos lo esperábamos. El final magistral de la pantalla negra, donde sólo resuenan los tacones que huyen, rubrica la firma deconstruccionista de Lars von Trier: los hombres no nos comunicamos, nos malinterpretamos, los diálogos están dominados por malentendidos. El cura parecía que entendía la mujer. Pues, no. En el fondo, diría el director, somos ingenuos. Llevaba tres horas enseñándonos su decepción sobre las relaciones humanas. La gente se acerca, se toca y, sin embargo, siguen siendo unos desconocidos.
A este nihilismo social hay que añadir el segundo mensaje de la película: el sexo como rebeldía y como acto individual antisocial. La escena donde se nota más a Lars von Trier es la de la psicóloga, cuando la ninfómana envía al infierno al grupo de terapia. En su irreverente discurso de despedida, subraya (en nombre del director) que el sexo es una fuerza animal e indisciplinada, que no la doblegarán, que él y ella no se dejarán domesticar y harán las barbaridades que quieran.
Nymphomaniac I & II son obras duras. Me gusta mucho más su Melancholia. Es maravillosa. Igual de existencialista, pero más poética. De las recientes, también me ha cautivado la de Polanski. Curiosamente, Lars von Trier y él comparten la visión antisocial del sexo. Una infracción de las normas que nos viene de Sacher-Masoch. La revolución que supuso La venus de las pieles en 1881 se basó en:
1) La inversión de géneros: un hombre dominado por una mujer. Hoy en día, el cambio de jerarquía todavía es rarísimo.
2 ) La tradición trovadoresca: un enamorado a merced de una belle dame sans merci. Este punto es tradicional, la base histórica y literaria de donde arranca Masoch. Se adora a la amada como a una diosa que difícilmente conseguiremos: “Sólo se puede amar lo que está por encima de nosotros”, dice el escritor austríaco. La madame marca las reglas como lo hacía la midons de los trovadores, de manera casi inmisericorde. Se empieza difiriendo el encuentro tan anhelado: “Amado mío: no te veré ni hoy ni mañana, sino pasado mañana. Y ya como mi esclavo. Tu ama, Wanda”. Más adelante, le hará esperar un mes.
3) El materialismo: Paso del plany (o lamento) trovadoresco al dolor físico. Sacher- Masoch complementó el amor espiritual con el material. No lo hizo introduciendo un druit –un amante adúltero y feliz–, sino a través de un amante rechazado. Masoch transformó el platonismo literario y el erotismo boccaciano vitalista en una sujeción física a una Venus animalesca vestida con pieles. Asimismo, hizo que el dolor del alma y la languidez se encarnaran (se metaforizasen) en el dolor auténtico, físico, que causan las heridas en el cuerpo.
4) Y la inversión de clases: un noble convertido en criado por capricho de su amada. Para Severin von Kusiemski se trató de la peor degradación.
En la película de Polanski tenemos todo esto en clave moderna, con el añadido del amor y el humor. Y con menos machismo (recordemos que Masoch concluía que, si los hombres no sometían a sus mujeres, terminarían dominados por ellas). No estamos en el siglo XIX sino en el XXI. La veneración amorosa es el elemento común entre Masoch y Polanski. En esta revisión igualitaria actual, el masoquismo es visto como un estado antiegoista; es el amor al máximo, lo que haría el uno por otro para no perderlo: incluso degradarse y humillarse. “Quiero ser tu esclavo, servirte, soportarlo todo por ti, pero no me rechaces”, dice Severin en la novela.
El film de Polanski de 2013, La Vénus à la fourrure, actualiza y mejora el pensamiento de Sacher-Masoch, y conecta con un film suyo anterior, Bitter moon (1992) restándole amargura. La relación sadomasoquista de 1992 era perversa y enfermiza, mientras que la de 2013 es más lúdica y teatral.
Mejor dicho: metateatral. El juego de poder va más allá del sexo. Polanski traslada con gran acierto el masoquismo al escenario. Y plantea: ¿Quién manda? ¿El director o los actores? Polanski responde (con la modestia y el humor que dan los años y la sabiduría) algo como: “¡Oh, sin duda, los actores! Yo soy un títere en sus manos. Hacen de mí lo que quieren. Pero me encanta.” El paralelismo con la novela de Sadoch es perfecto. Actriz y director han invertido los papeles. No diríamos lo mismo de Lars von Trier, un director con fama de sádico, poco dispuesto a dejar que los actores o la crítica le dominen. En cualquier caso, la ficción se mezcla con la realidad. Y la seducción con la profesión. Sobre todo en Polanski. Las capas de su obra son muchas, tal como expone su compositor Alexandre Desplat, comparándolas con las muñecas rusas. El juego metateatral es tan profuso que incluso el actor que interpreta el director se parece a Polanski cuando era más joven. Por no decir que la actriz vuelve a ser su mujer, Emmanuelle Seigner, con lo cual también se simula un reflejo autobiográfico como en Bitter moon. Los estratos serían: Polanski, director cine = Matthieu Amalrich, actor = Thomas, director de teatro en la ficción = Severin, personaje de la novela de Sacher-Masoch.
Los diversos niveles de discurso desde lo metateatral a lo sexual –pasando por lo histórico, lo pictórico y lo literario– hacen de La venus de las pieles de Polanski una película compleja pero comprensible. La obra transmite una felicidad similar a la de Shakespeare y sus comedias dentro de la comedia. ¡Qué buenos son los tres cambios de dicción cuando Vanda interpreta a la actriz vulgar de Thomas, luego a la Wanda refinada de Masoch, y más tarde a una Venus de estilo Marlene Dietrich con acento alemán!